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viernes, 22 de abril de 2011

Amigdalitis, emociones reprimidas y creatividad sofocada...




Amigdalitis 


Empecemos por recordar que el cuerpo es el mapa físico de nuestra conciencia, es decir, es un fiel reflejo de cómo funcionamos en las distintas áreas de la vida.


Cualquier síntoma físico es una oportunidad para hacernos conscientes de que hay un área en nuestra vida que necesita atención.

La garganta es el canal de expresión y de creatividad.

A través de la garganta podemos reconocer y expresar lo que somos, desarrollar nuestro propio estilo de vida. Podemos llevar a cabo en cada momento lo que nos apetece y recibir lo que nos alimenta, lo que nos enriquece, nos nutre y nos hace crecer.


La amigdalitis responde a una incapacidad de hacerse valer y de pedir lo que se necesita.

Esta enfermedad esconde miedo, emociones reprimidas y creatividad sofocada.


Cristóbal Jodorowsky dice que la amigdalitis es un bloqueo emocional que no logra ser enunciado a causa de la angustia. En un nivel metafórico es como si a consecuencia del miedo se subieran los testículos a la garganta.

Es conveniente recordar cómo se trataba esta enfermedad en el pasado.

Se aplicaba una máxima de la medicina que consiste en que cuando no se comprenden los motivos psicológicos que llevan a la enfermedad, se acababa por cortar el órgano afectado. Un cirujano extirpaba las amígdalas y nos decía con una sonrisa: ya estás curado.


La imagen en la qutee el chico se lleva las manos a la garganta, es una metáfora de la figura de la madre reprimiendo la expresión de alguna cosa.

En la garganta también está la madre…

Respuestas de “Amigdalitis”

  1. Thamara Dijo:
    Esa sensación de ahogo (angustia), pequeños cortes respiratorios deben tener el mismo significado cuando ya no tenemos amígdalas que respondan como síntoma de la enfermedad del alma. Durante años sentí esos síntomas, hasta que después del taller de psicochamanismo comenzaron a espaciarse, desde entonces solo una o dos crisis.

    Si la garganta es nuestro canal de expresión y creatividad, debo suponer entonces que un bloqueo a ese nivel es una falta de capacidad para expresarnos en nuestra verdadera esencia, al mismo tiempo un bloqueo para tomar decisiones adecuadas a nuestras vidas. Pero se puede decir que esto se aplica a todas las áreas de la creatividad, también a escribir¿?

    Pero, que es lo que produce esos bloqueos¿? tal vez no haya una respuesta única, quizás todo dependa de las circunstancias de cada uno de nosotros.

    Las llamadas enfermedades psicosomáticas que los médicos tradicionales no logran curar serían entonces enfermedades de nuestra alma, que cada uno de nosotros puede curar cuando decida enfrentarse a su problema, ya sea genealógico o de aceptación de su ser en su dimensión real, ahora bien, cuando una persona nace muda, quiere decir que los padres que van a tener ese hijo tienen un problema de comunicación entre ellos, con su árbol, o tal vez, que no han entendido que la llegada de un nuevo ser es una bella expresión de amor y creatividad del ser¿?

    Es posible que todos los seres tengan innata la capacidad de sanación¿?
    mas interrogantes que respuestas,
    un saludo a plano creativo
  2. planocreativo Dijo:

    Thamara, en cada una de tus intervenciones aportas cosas muy interesantes… ¡Gracias por aportar!
    Me parece una sabia reflexión: “cuando una persona nace muda, quiere decir que los padres que van a tener ese hijo tienen un problema de comunicación entre ellos, con su árbol, o tal vez, que no han entendido que la llegada de un nuevo ser es una bella expresión de amor y creatividad del ser”
    En realidad nunca me lo había planteado…

    Hay un cuento de Alejandro Jodorowsky, en el que reflexiona sobre este tema: (te lo pongo aquí por si no lo conoces)

    El Ladrón de Voces

    Después de que los policías se llevaron a su hombre, con la consigna de hacerlo desaparecer para siempre, mi madre perdió, junto con la alegría de vivir, la voz. Como un pájaro mudo se paseaba de una pieza a la otra sin querer salir a la calle. Yo, a los ocho años, tenía uno de esos poderes mágicos que los niños guardan como riguroso secreto entre ellos. Mediante una esponja de mar, que aplicaba en la boca de los adultos dormidos, podía robarles la voz.

    Salí en el momento más oscuro de la noche y me introduje por la ventana en una casa de donde emergían profundos ronquidos. Era una muchacha obrera que, junto al montón de uniformes caquis que había tenido que coser, respiraba con la boca abierta, convertida en piedra. Le introduje la esponja en la boca y le extraje la voz.

    Cayó en mis manos un pajarillo invisible aleteando angustiado como si añorara un nido protector. Lo encerré en mi caja para galletas y corrí hacia mi madre. Por suerte ella también dormía con la boca abierta. Estrujé la esponja en su garganta y el pajarillo, con frenesí desesperado, se pegó en sus cuerdas vocales.

    Cuando mi madre despertó, una voz tan aguda que rompió un vaso de vidrio, se escurrió como un hilo metálico de sus labios. “¡No quiero vivir, no, no quiero!” Esa frase se repitió incesante, por más que ella se tapó la boca para impedir su paso.

    Estallaron los otros vasos, los vidrios de la ventana, un florero, los focos de treinta watts y el único espejo, pequeñísimo, que mi madre conservaba en un rincón del baño. Esperé a que se durmiera, se la extraje y corrí a devolver el avecilla deprimente.

    En la estación de trenes vi tendido en un banco, abatido por la borrachera, cubierto por papeles de diario que celebraban un triunfo militar contra los anarquistas, a un ferrocarrilero cesante. Le apreté las narices para que abriera la boca y le robé un largo ectoplasma que por breves momentos se pareció a un gato montés.

    Mi madre, en la mañana, comenzó a amenazar con gritos roncos: “¡Pacos asesinos, los voy a matar a todos y también al bellaco que los manda!” Por primera vez en un año, abrió los postigos y comenzó a lanzar hacia la calle imprecaciones en contra del glorioso ejército nacional. Los vecinos, aterrados, pasaban de largo haciéndose los sordos.

    Yo moví una mano empuñada con el dedo gordo estirado hacia mi boca para hacerles creer que mi madre había bebido más de la cuenta. Una yerbatera, temiendo que llegaran los carabineros, le dio a mamá una infusión que la hizo dormir en pocos minutos. Le extraje el gato furioso y lo devolví a su aguardentosa guarida.

    ¿Qué hacer entonces? ¿Qué voz robar para abrir las puertas de ese corazón clausurado? La urgencia me condujo al riesgo. Me introduje por una claraboya del lupanar. Un caballero encogido como león sobre una señora a medio vestir daba frenéticos caderazos. Con los ojos cerrados, él, rugiendo de verdad, y ella, imitando alaridos de placer, no se dieron cuenta de mi presencia. Aproveché la gran abertura de los labios pintarrajeados para extraer una voz que salió parecida a una enorme ostra.

    Apenas la injerté en la garganta de mi madre, ésta se despertó y en enaguas como estaba salió corriendo a la calle para golpear en las puertas vecinas gimiendo: “¿Qué es una mujer sin su hombre? ¿Conocen los canallas que me lo desaparecieron ese atroz vacío que llevo entre las piernas? ¡Ardo, me ahogo, me convierto en un molusco!” Me la devolvieron amordazada y encordada como una larva.

    Me desesperé, tanto deseaba que la alegría volviera a reinar en nuestro hogar. ¿Acaso yo no le bastaba? Apenas llegaba del colegio barría los pequeños cuartos, hacía de comer, salía al centro a mendigar, volvía siempre con un poco de dinero y, además, a causa de la buena circulación de mi sangre, podía dormir con ella acurrucado junto a su fría panza como una bolsa de agua caliente. ¡No, yo no le bastaba!

    Decidí, como último recurso, robarle la voz al cura. Era un flaco fanático, siempre enojado porque por culpa de los comunistas, aparte de unas viejas empolvadas, ya casi nadie iba a su parroquia. Lo encontré disimulando una siesta sentado en el confesionario. Pude hurtarle un fluido oscuro semejante a un zapato. Con cierta repugnancia lo introduje en la garganta de mi madre. Ella se puso de pie sobre la cama, alzó los puños hacia el techo y comenzó a insultar a nuestro buen Dios lanzando una y otra vez, como rencorosos puñales, las dos mismas palabras: “¡Viejo injusto!”

    Temiendo que el Señor, ofendido, enviara a los milicos para que también a ella la desaparecieran, le devolví su zapato al cura. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Extraje mi propia voz! Surgió como una viborita y se enroscó temblando entre mis dedos. Sentí que una araña sorda y negra se anidaba en mis cuerdas vocales.

    Mi madre se despertó con una sonrisa de niña, limpió la casa, hizo de comer, jugó a las muñecas y habló y habló y habló alegremente durante años. Nunca se dio cuenta de que yo estaba mudo.
    Alejandro Jodorowsky

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